memoria lesbiana

 La curiosidad acumulada me hizo volver el tiempo atrás, obsesionada e impaciente por buscar pistas, hallazgos, pequeñas huellas que declaren y echen vistas de lo que soy hoy ¿Cómo una niña se logra reconocer lesbiana? Pregunto y entusiasmo la memoria. 

Me recuerdo frente a la pantalla de tubo de la computadora de mesa que teníamos en casa, de esas pequeñas y anchas, donde con dificultad corría el Windows Xp. En momentos de aburrimiento reveía películas que atesoraba en DVDs. Veía con extraña regularidad King Kong, y a escondidas (a sabiendas de una peculiaridad, quizás inofensiva pero aún, detonante), volvía hacía atrás una y otra vez a la escena donde (ahora googleando descubro) Naomi Watts bailaba sobre un escenario vestida de traje, corbata y un mostacho de fantasía. Por dentro me excusaba, “Es que parece muchacho”. Me veo a mí misma repitiendo esa frase hacía dentro con otras varías mujeres que a simple vista, al menos de forma estética, rechazaban la feminidad. Quizás es esta como tantas, de las afirmaciones inconscientemente aprendidas que memorice por comentarios ajenos. Era la niña que jugaba en la tierra, no usaba vestidos y no tuvo ninguna fascinación por algún producto femenino y marketinero. Por esta razón, en la primaría ya era “acusada” de lesbiana… O lesbi, diría una compañerita. Por contradicción, las acusaciones abren la sensación de posibilidad. 

A los diez años conocí Habbo, una plataforma online donde podía interactuar con otros seres humanos. Conocí varios cyber amigos, con los que bromeaba afirmándome lesbiana. Suena gracioso de pensar que la primera vez que te afirmaste sea en formato chiste, supongo. Pero tiene sentido, el nombrarse es un juego pícaro de afirmación, a veces sin querer, a veces con poder. De todas formas, la palabra lesbiana puede ser una característica, un insulto o una maldición, depende de como se diga, dentro del juego que propone este sistema. 

Antes de reconocerme lesbiana, de reconocerme como sentido político y autentico, me hicieron entender el lesbianismo como una suerte de desgracia. De esta manera, tratando de  gambetear al supuesto destino que -presentía- me deparaba, intente que me gustaba un chico. Habré tenido doce años, salíamos juntos con nuestro grupo de amigos, fuimos a comer, a pasear por el Boulevard y cuando se me acercó lo suficiente en busca de un beso, me alejé. Después del obvio rechazo no volvimos a hablar, pues según entendió, era muy tímida (lo cual es verdad, soy tímida pero también, lesbiana). 

Nuevamente, retrocedo el tiempo buscando en mí misma posibles explicaciones para la situación, intentando ponerme en papel de aquella que fuí hace ya una década y me descubro como una niña que sentía la agotadora presión de mentir. Si me concentro, puedo sentir como mi corazón se aceleraba cuando ocurrió ese instante y tuve un segundo de pánico para tomar la decisión, la cual, era compleja, pues durante ese periodo, le comentaba a mi mamá sobre ese chico con el que salía, pensando así asegurar bases de tranquilidad en ella y a la vez, sentía una extraña sensación de tener todo bajo control o capaz, no bajo control, sino como debía ser. Este deber ser que no deparaba tanta incertidumbre, tanto odio o como mismo diría mi mamá luego, irrespeto, refiriéndose a otros hombres. A fin de cuentas, intentando escapar de la maldición que suponía la lesbiandad, intenté que me gustara un chico y al último segundo, preferí la supuesta maldición. Qué ironía. 

Ya experimentada y aterrada por aquel pellizco de aire heterosexual, al año siguiente me gustó una chica. Aún estorbaba mi mente con excusas genéricas pero no me molestaba en ponerme barreras más que mentales, las cuales estaban con la intención de ante mi propio recriminar, poder decirme que lo intenté, pues a finales de ese mismo año, esa misma chica fue mi novia. 

En ese tiempo, entendía mi existir lésbico como una serie de acontecimientos repentinos e imparables. Así lo sentí la vez en que llegué a mi casa después de tener una fiesta de quince y acostada en la cama de mi habitación, mirando el techo vacío me hablaba a mí misma, “Ya está”. Con la consciencia atenta de saber que a partir de entonces algo y todo cambiaría y con una verdad irrefrenable y nerviosa que supuraba energía luego de ser dicha luego de tanto pavor. Desde esa noche, me dormí con una sensación de cosquilleo ansioso que recorría todo mi cuerpo. Una primicia ya obvia y repleta de certezas, que no se logró camuflar en otras variantes más blandas, como la bisexualidad.

Vuelvo a la pregunta inicial ¿Cómo una niña se reconoce lesbiana? Luego de divagar en mi pequeña historia, bastante lineal y simplona, imagino tres posibles respuestas. A veces, es cuestión de tiempo, otras de valentía, y otras es simple azar. Quizás si no hubiese tomado la decisión correcta esa tarde en el Boulevard, hubiese encontrado el gusto en la heterosexualidad, quizás me hubiese acostumbrado a la incomodidad en pos de mantener una miserable tranquilidad, frente a lo incierto. Quizás si no hubiese conocido a quien fue mi primera novia, quizás hubiese conocido a otro chico. Quizás si no hubiese tenido esa revelación de noviembre, ni siquiera me habría llamado lesbiana, capaz podría haberme dicho bisexual. En este contexto que te empuja a la violencia y a la privación, solo se necesita tiempo, valentía o un cúmulo diminuto de suerte. 


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