volver a casa
Había permanecido ilesa de la tormenta y se abría paso por la vereda al son de su playlist favorita, una de sus obras mejor elaboradas, con una perfecta combinación entre pospunk, tango y pop. Cruzaba la calle incómoda, sintiendo la lana mojada de su pullover rozando sus muñecas y la llovizna que garuaba tan tenuemente que terminaba por transformarse en un cosquilleo molesto en su rostro. “Preferiría que esta llovizna se me lanzara como un baldazo antes que este intermedio molesto. Mojame y listo, qué tanto” pensó, mientras un auto doblaba torpemente la esquina, salpicando el agua que la calle acunó al costado del pavimento y terminando de inundar sus zapatos. La noche, con su simbolismo cultural de “noche” montándose como un escenario de impunidades e impulsos, se volvía incluso más hostil con la presencia de la lluvia. Tan impredecible como impotente, se plantaba en la tierra queriendo demostrar su primacía de naturaleza pura e inquebrantable, que se apoderaba de lo que ocupaba y no mostraba culpa por sus causas ni sus acciones. Aún así, con todos sus eventos terroríficos pasados, aún se reconocía en ella ese núcleo nostálgico que relucía ahora con su presencia. El olor de la tierra mojada, el asfalto vuelto reflejo, las hojas que se pegaban a las baldosas como si fuesen stickers. Son de esas noches de las que luego te enteras que son significativas por su marcada presencia en la memoria, de las que sin querer logras recordar los sentidos que recorren las yemas de tus dedos. Es que el mundo con una copa de vino encima es siempre más feliz (y/o menos demandante). He de sentir esta conexión-relación tan especial con la copa de vino que cuelga de mi mano, tan fría y expectante, con sus curvas y contornos tan definidos como delicados. “Por favor, no te rompas en mí que solo en vos confío”, río. El aire pomposo, la vibra impregnada de romanticismo, la sútil gota de inhibición y los labios perfectamente teñidos de borgoña. Por alguna razón inexplicable siempre llegaba a la conclusión de que seria una buena opción el correr con unas copas encima. Intentaré no sucumbir al pánico y no pensarlo tanto, pero cada paso es un poco más inestable. Es que todo se ve tan atemporal en este panorama, las luces parpadean inquietantes y todo brilla por si mismo. Extasia hasta los poros y genera esa adrenalina de no tener ningún conflicto con el estamparte la cara contra el piso. Se desplaza entre los órganos como un relámpago de azúcar hasta el vientre. Es como si el mundo recordara su característica viva y se mostrara ante mí como tal, tan elocuente y sin gracia que en sí es maravilloso. El silencio es tan acogedor y el hormigueo en las pantorrillas es, por lo pronto, interesante. Todas las palabras que quieren salir se atropellan en mi boca y se escucha con eco las declaraciones a contratiempo. Que gracioso, que interesante. Necesito ordenar mi mente y hacer listas de quéhaceres. Llegar, hacer pis, sacarme lo zapatos y el pantalón, acurrucarme. Son responsabilidades demandantes y por sobretodo, importantes, en especial; acurrucarse, por su carácter expresivo y sacarse los pantalones, pues es un desafío menospreciado. Al cerrar los ojos, los asteroides se vuelven incluso más entretenidos, como luces de navidad que se sincronizan junto a un tono navideño. Por un segundo quise creer que el mundo estaba en mis manos. Es de esa sensación de pseudopoderio que se debe tener al menos una vez en lo que dura la noche. La frazada me engulle, mis dedos pesan. La noche hace el ademán de despertarse y ese pájaro obrero madrugador empieza a cantar como si su vida dependiera de ello.
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